Una noche sin dormir, dos noches sin lograr conciliar el
sueño. Tres noches sin ti y cuatro amaneceres sin cielo. Un quinto día más y
muero. Me deshago tocándome sola y acariciando mi cuerpo, rozando rincones que
se erizan y gozan. Comienzo a disfrutar de mi soledad y sonrío. Mis poros sorprendidos de alcanzar el placer, de sentirme dilatada y húmeda, se dejan fluir. Me
descubro pensando en ti y extrañándote. Se devela tu imagen en mi mente cuando
cierro los ojos para terminar.
Me voy, corro lejos, tan lejos que me pierdo. Un instante,
quizá un segundo es ese infinito y eterno momento en el que todo se suspende y
mi respiración se detiene. Me voy y me vengo. Me vengo y suelto todo el aíre
que contenía mi cuerpo y retenía como mis deseos de retener tu imagen conmigo.
Para que no te fueras y estuvieras más tiempo aquí, aquí conmigo en ese
desenlace dramático en el que sin poder evitarlo lloro. Lloro de placer y lloro
tu ausencia. Lloro de amor y desconsuelo. Lloro contenta y al final los ojos
sueltan esas lágrimas que limpian mis ansias y las liberan. Al final todo se
deja caer.
Me tiro en la cama y me quedo unos instantes respirando,
escuchando y sintiendo mi acelerado corazón hasta que se tranquiliza. En calma
observo el techo de mi cuarto que refleja la luz del sol que entra por la
ventana. Escucho los sonidos de la ciudad que invasivos entran sin permiso y
sonorizan ese momento de paz, tranquilidad y satisfacción. Suspiro y te pienso.